"Tu madre y yo iniciamos una vida juntas y estaban ustedes como regalo adicional a esa maravilla. No fueron fáciles esos primeros tiempos. Casi nadie hablaba entonces de maternidad lésbica. Hoy existen cientos de blogs en Internet, libros y hasta encuentros. Pero, hace años…no teníamos idea de cómo hacerle, ni certeza alguna. Apenas por intuición nos íbamos inventando"
Por Karina Vergara*
Una vez, leí, que existen hijos que son del útero, porque en ese sitio de la madre se formaron y existen otros, que son hijos gestados en el corazón de la madre, que los busca y se queda con ellos para criarles y amarles con ese corazón. Pues, bueno, tú no te formaste en el útero mió, pero tampoco te busqué, ni te deseaba, ni me imaginaba la vida a tu lado y sin embargo, eres hija de mi corazón, hija a quien amo.
Las madres lesbianas usamos el termino madre por opción. En este caso, yo no estaba segura de querer nombrarme así ¿Cuál opción? Yo ya estaba enamorada y venías como regalo extra, incluida en el paquete de una relación con tu madre.
Después comprendí, fuiste hija mía porque tuve la opción de nombrarte hija, porqué tomé la elección de abrazarte, de quererte, de cuidarte, de sentirme profundamente comprometida contigo. De compartirte con la hija de mi sangre y de mi amor que yo ya tenía y nombrarte su hermana. Así, sin saberlo, tal vez hasta sin quererlo, te convertiste en hija de esta madre lesbiana.
Tenías ocho años y eras lista, juguetona y berrinchuda. Todo al mismo tiempo. Las mejillas redondas y brillantes, los ojos color miel y muy inteligentes, el cabello castaño y cortado en la melenita que suelen llevar las niñas traviesas. Siempre con un muñeco de peluche en tus brazos, el suéter atado a la cintura y la pancita de niña comelona que eras. Te convertiste en otra hija, con todo el trabajo que eso implica. A mi hija amada, una bebé de tres años, tú la adoptaste de juguete y le hacías toda clase de maldades. Supuse que estaba bien, que así aprenderían a quererse.
Tu madre y yo iniciamos una vida juntas y estaban ustedes como regalo adicional a esa maravilla. No fueron fáciles esos primeros tiempos. Casi nadie hablaba entonces de maternidad lésbica. Hoy existen cientos de blogs en Internet, libros y hasta encuentros. Pero, hace años…no teníamos idea de cómo hacerle, ni certeza alguna. Apenas por intuición nos íbamos inventando. Luego, unir a dos madres lesbianas ya con hijas y constituir una familia. Era armarse para luchar con los dragones de la cueva y con los que habitaban fuera de la cueva. Ella trabajaba tiempo completo, yo la mitad del tiempo. Fui la que tenía el privilegio de mirarlas crecer cada día.
Te preparaba la sopa que te gustaba, me peleaba con la pequeña a quien no le gustaba comer y reíamos y creo que fuimos felices. Cuando salía yo con mis dos hijas, a veces, me sentía como mareada. Corrían, gritaban, jugaban, gritaban, brincaban, gritaban, hablaban, gritaban. Hacían ruido como si fuesen doscientas. Una comía por tres y la otra se negaba a abrir la boca durante horas.
Yo estaba acostumbrada a la tranquilidad, viviendo antes con la pequeña, casi siempre solas. Me costó reponerme del susto, era agotador cuidar de las dos juntas, parecían un torbellino girando por todas partes, dejaban dulces, juguetes, pedían un elote, luego querían helado, pero una tenía tos. ¡Las chamarras, las bufandas, los guantes! Una caída ¡¡¡Buuuuaaaaaaa!!!!, Los cabellos de punta. Un algodón de azúcar, Un globo. Una quería pollo, la otra hamburguesa, un cuento, pero mejor una canción... un huracán que hacía girar mis sentidos y mis sentimientos alrededor de ustedes.
Mi hora favorita era en la mañana, demasiado temprano, cuando apenas podía medio abrir los ojos y ni siquiera tenía fuerza para gruñir, dos entes en pijama rodeaban la cama impidiendo toda escapatoria. Atacaban con besos, juegos, exigencias. Me gustaba tanto, me sentía llena de hijas. Era maravilloso y a la vez Espeluznante.
No fue fácil adaptarnos. El caos completo, platos sucios por lavar, los uniformes, las escuelas, los gritos, juegos y peleas de las niñas. Niñas consentidas que se peleaban en un duelo de princesas que a las madres dejaban descorazonadas, cansancio cotidiano, prisas, problemas económicos... Hacia afuera tampoco fue fácil. Lesbofóbia en los vecinos, lesbofóbia en algún amiguito. Siempre se trató de protegerlas, de darles diversas opciones. No siempre se logró, pero todas aprendimos.
Ustedes aprendieron que el mundo es como es y encontraron amigos, amigas, que les han querido mucho y les han acompañado. Yo creía que era posible ir educando a la gente y trataba de compartir mis convicciones, cuando lo cierto es que las mejores educadoras fueron ustedes. Dos niñas sanas y alegres que enseñaban que el amor hace posible el estar satisfecha cada día. Luego creciste, así, de pronto, y aunque la víbora esponjosa de juguete, llamada Lulú todavía dormía en tu cama, ya me estabas preguntando de anticonceptivos y de qué era la virginidad y de Enfermedades de Transmisión Sexual y ya te gustaba un niño y una niña y preguntabas de noviazgos y esas cosas.
Yo fingía hacer la cruz de los católicos y te decía “va de retro Satanás” y te reías y yo les enseñaba a ti y a tu hermana libros y hablábamos del derecho al placer y ustedes aprendían. Entraste a la secundaria y te pegó fuerte la adolescencia, te deprimías y para colmo la nueva escuela era un sitio violento como tantas otras escuelas de México. Tú llorabas, llorabas y tu madre parecía una gata fiera escuchando a su cachorra herida y desesperada, que no encontraba cómo lamer lo que te estaba lastimando.
Una de esas ocasiones de llanto, las dos fuimos a tu habitación y te acompañamos y te abrazamos y recuerdo que te dije que la diferencia entre nuestro hogar y otros hogares era que mientras a algunas jovenas se les reprimían los pensamientos, la acción, la independencia, la sexualidad y hasta las palabras; a ti no te ocurriría eso, que pasara lo que pasara siempre estaríamos contigo, que eso no quería decir que no nos enojaríamos o no te regañaríamos cuando fuese necesario, pero que siempre estaríamos a tu lado, que siempre te apoyaríamos.
No se trataba sólo de un asunto de maternidad, era un principio feminista, yo te reconocía mujer, mujer amada, y quería ser sororaria contigo. Te dormiste mecida, enorme beba de doce años, en los brazos de tu madre y yo te miraba y pensaba en cuánto te amábamos y en lo importante que era que superaras con bien esa etapa. Peleamos con los maestros opresores, nos hicimos cargo de tareas de colaboración en tu escuela para cumplir la palabra, para estar a tu lado, para que te sintieras protegida, afirmada.
Cumpliste trece años y te hicimos tu última fiesta de niña. Con juego inflable. Yo me recuerdo cocinando una cantidad interminable de tacos dorados y vinieron tus amigas y hubo pastel y te dieron muchos regalos. Lo único que no me gustó, fue el papel de amiga de tu madre, que me colgaste porque ya no estabas en edad de dar tantas explicaciones a tus invitados. Respeté tu elección y te abracé muy fuerte y me mordí los labios.
Un día, estábamos a punto de salir de casa. Yo me peinaba frente al espejo y tú tenías prisa por levantarte el flequillo raro con el que te peinabas en ese tiempo. Te colocaste a mi lado y de pronto descubriste algo en el espejo. Reíste a carcajadas y no podías creerlo y yo no podía creerlo. Ahora eras más alta que yo. Tú habías crecido mucho, o yo me había hecho más pequeña, o el mundo estaba cambiando. No podíamos explicarlo. Ese día, al cruzar la calle, tomé con una mano el brazo de tu hermana y traté de tomarte con la otra y tú me dijiste que ya sabías cruzar sola. Desde entonces, al ir por la calle, me tomabas de los hombros y eras tú la que guiaba el camino y yo me sentía tan orgullosa.
Un día se rompió la magia. Tu madre tenía una relación nueva, con una mujer 20 años más joven que ella y muy hermosa. Me pregunté mil veces qué había yo hecho mal, me pregunté cuándo había terminado ese amor y cómo yo no me había dado cuenta. Las amigas me consolaban diciendo que ella había entrado en la crisis de los cuarenta y yo me reía imaginándola, por pura maldad, como el estereotipo del hombre calvo y con gran barriga, comprando una motocicleta y chamarra de cuero para recuperar la juventud perdida Fue como un trueno que partió mi cielo y desató mi interior diluvio, lluvia funesta que todo lo disolvía. Nunca más quise saber de tu madre, quise arrancarme de la piel la traición que no entendía. Pero, no pude despedirme de ti, cuando menos darte un abrazo, una palabra cualquiera.
Yo perdí mi fe, mi certeza, perdía a mi compañera, pero también perdía a la hija que había criado por años, a la hija querida que mi corazón seguía amando. Sin derecho a reclamar nada respecto a ti, al tiempo y el amor invertidos en tu crianza, sin la hermana de mi hija, sin nada. Volví a saber de ti cuando tu madre pareció perder la cordura, cuando surgieron conflictos entre ambas. En los momentos de crisis, en los momentos de llanto llamabas y yo me desesperaba. No podía intervenir, no podía darte soluciones y no podía dejar de estar contigo. No sabía cómo evitar todo aquello. Después, un día cualquiera, iba yo por una calle y de pronto venía hacia mi una jovencita que sonreía, eras tú y habías crecido tanto, te veías segura andando sola y apropiándote del mundo. Me alegraba tanto.
Te abracé muy fuerte y prometí llamarte pronto. Pero no lo hice, dejé el contacto contigo pues me dolías mucho, me dolía extrañarte, me dolían los silencios en donde ambas evitábamos mencionar a tu madre, me dolía todo lo roto y no quería hacerte doler conmigo, pensé que era mejor estar lejos.
Yo me construí de nuevo, amé otra vez al lado de una mujer maravillosa que ha tenido la valentía de sostenerme cuando he llorado, de ser paciente, de dejarme lamer heridas y curar a mi ritmo. Que ha sido capaz volverme de poquito a poquito – y casi sin yo quererlo- loca de amor por ella, de sonreír, de aprender a dormir en sus brazos y ser feliz. Hice muchas cosas que me gustan en mi trabajo, me ocupé de cosas que tenía ganas de hacer, hace tiempo. Me alegre de la vida. Un día navegaba en Internet buscando información sobre la prehistoria para la tarea de tu hermana, y de pronto, en el mensajero, una mariposa de color azul solicitó charlar conmigo ¡Eras tú! Qué regalo más hermoso. Nos encontrábamos de cuando en cuando. Hablábamos de los gatos, de tus amigos y de tus amigas, de tus convicciones, de tus dudas y certezas. Saber cómo estabas, cómo ibas encontrándote y el acompañarte un poco me hacía tener un rato alegre esas tardes. Yo no mencioné este contacto a tu madre, porque realmente no quería tener ninguna interacción con ella. Tú, no lo creíste necesario o no sentías la confianza para ello. No lo sé. No la mencionábamos. Hace días recibí un mensaje de ella. Se ha enterado de que seguimos en contacto. Te ha hecho sentir traidora. Me dice que no soy buena para ti.
Hace poco, una amiga lesbiana me contaba, apasionada, lo hermoso que es ser madre por opción, que si amabas a tu compañera, por qué no aventurarse en la maravilla de ser madre de la hija, de criarla y adorarla. En mi caso, hoy, tendría algunas dudas en repetir esa experiencia. Nadie piensa en el final de una relación, pero si ocurre, en el papel vulnerable de las que somos madres por opción, cuando te arrebatan al hijo o a la hija que parecía ser tuya, algo se desgarra y no hay ley humana que te proteja, y no hay ética posible que te restituya lo que el egoísmo humano no es capaz de entender, lo que es capaz de destrozar. Alguien debería poner un anuncio que dijera: Cuidado, puedes criarla como si fuera tu hija, puedes quererla como si fuera tu hija, puedes darle vida como si fuera tu hija, pero en el momento decisivo: No es tu hija.
Tengo que respetar el reclamo de tu madre. No estaré más cerca de ti. Pero escribo estas líneas, pequeña, para que si un día las encuentras, sepas que te tiendo esta mano. Como te dije aquella vez: yo siempre estaré de tu lado. Aún cuando no exista un documento, ni un artículo constitucional que lo pueda decir, afirmar, aunque yo no tenga nada que exigir, aun cuando hoy no pueda ni usar las letras que forman tu nombre y no pueda estar junto a ti para acabar de verte construir, saber qué ha pasado con tu gato, verte salir con tu primer amor, seguirte cuando elijas tu profesión, invitarte un helado o, simplemente, verte reír una vez más, aun cuando todo eso no pueda ocurrir: Eres la hija de mi corazón y estas letras son para decirte: Amor pequeña, aquí estoy, si un día hace falta. No te olvido. Hija, Te quiero tanto.
* La autora es periodista mexicana y feminista pakave@hotmail.com
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